Cuento: El desfile de los vasos

 Por Alfredo Rendón

A diferencia de los espejos, artilugios que cumplen, aunque no siempre seamos conscientes de eso, la compleja labor de hacernos saber que somos y que existimos (y cómo somos, cómo existimos), los vasos –al menos los de mi casa– no reflejan a nadie que los mire directamente. Pero como toda superficie cristalina, tienen la noble generosidad de dejarnos ver qué se vierte dentro de ellos y, además, sí que reflejan los estragos del descuido cotidiano al que nos puede conducir el excesivo encierro.

En este hogar, un pequeño departamento de unos sesenta metros cuadrados, habitan, además de tres humanos, una miscelánea de especies vasistícas por lo demás dignas de voltearse a ver. En primer lugar –ésta vez de la manera más literal posible, son los primeros en verse apenas uno abre la alacena– están los que yo llamo rutinarios no-convencionales. Los usamos todos los días, para todo líquido, pero no los encuentro con-ven-cio-na-les porque sus formas, como sus apariciones-desapariciones, son infinitas.

Yo tengo dos modelos predilectos. Uno de tamaño medio, estimo 200 mililitros, que tiene forma rectangular; debajo, su superficie es un desnivel y gracias a esa curiosa peculiaridad es que constantemente parece a punto de caerse, lo que ha desatado más de un susto por aquí. Beber de él es una traición al corazón, ya que tarde o temprano sufrirás un mini infarto al creer que estás por derramar cualquier cosa en cualquier lado. El segundo es más bien una especie de copa, la forma es toda redonda y lo bordean pequeños patrones lineales. Bueno, era, acabé accidentalmente con el último de su especie hace un mes. Sirvan estas palabras como una honrosa acta de defunción. Gracias, vasito de copa. Chao, chao.

De esos, los rutinarios no-convecionales, debemos tener al menos una media docena de modelos, variados en diseños, tamaños y patrones. La otra especie son los festivo-ocasionales. Sé que quien sea que lea esto sabrá de inmediato a que me refiero dado que, en todo hogar, aguardan expectantes cada época del año en la que serán sacados a la luz, con solemne cuidado, para ser huésped de los tragos más sofisticados. Entran en esta categoría las verdaderas copas, no las especies de copas ya fallecidas y, me atrevo a incluirles, los caballitos. No repararé demasiado en éstos porque son de sobrado conocimiento público, más para aquellos diestros y diestras en el arte del alipús. Después están los melosganequiénsabecómo. Son, digamos, ediciones especiales que han ido a parar en este hogar, el pequeño departamento de sesenta metros cuadrados, por razones y motivos que con el paso del tiempo escapan a la memoria. Pero están y son, por supuesto, diversos: algunos tienen discretas marcas registradas en su lienzo, otros parecen más bien un spot publicitario hecho vaso. Mi favorito es el de cierto torneo de fútbol que cierta cerveza auspicia; es de vidrio, cervecero con todas las de la ley, y soporta la carga idónea para vaciar en una sola exhibición una ampolleta tradicional de 355 mililitros.

En una línea diametralmente opuesta, pero impulsados por motivos no tan distintos, se encuentran los vasos que son momentos. Al fin y al cabo, éstos como los melosganequiénsabecómo también tienen rotuladas marcas en su lienzo, a veces igual de prominentes que en los vasos que parecen spot publicitario. La gran diferencia es que no publicitan marcas, sino rostros, por lo regular infantiles, como el mío, el de mis primos y primas o quien sabe cuántos y cuántas otrora chiquillas y chiquillos que pasaron por el tradicional, a veces impuesto, ritual del bautizo. Aquí caben aquellos que conmemoran fechas también, como los de las bodas o graduaciones que ahora ya nadie recuerda cuándo fueron ni de quién fueron (para eso sirven, esa es su principal función, mirarlos y, si con suerte el tiempo aún no borró su superficie, recordar a qué época del pasado pertenecen).

Dicho lo dicho, larga y rebuscada introducción –culpa de la pandemia, el encierro y su afán de hacernos ver minuciosamente hasta el más ordinario de los objetos– ha tenido lugar un fenómeno sui generis con este conglomerado de especies cristalinas. Sinceramente desconozco cómo y en qué momento comenzó, así que escribo estas líneas de madrugada, casi en secreto, con cuatro de los modelos rutinarios no-convencionales frente a mí a la espera de que alguien lo pueda entender o desentrañar. Sucede que, como si estos pequeñuelos juguetones (o juguetonas, no sé) se reprodujeran infinitamente sin aviso alguno, empezaron a aparecerme por todos lados.

Por costumbre, solía tener conmigo uno en mi escritorio. Siempre con agua. A aquél, por temas de economía del esfuerzo, el jabón y el zacate, lo llevaba conmigo hasta la hora de la comida, con suerte la cena –pues suelo beber agua simple todo el tiempo– hasta que un día me sorprendí a mí mismo teniendo dos de ellos. Uno en el escritorio y otro en la barra donde comemos; siempre eran el mismo, yo mismo lo llevaba de un lado a otro, pero ahora eran dos. Y luego fueron tres, y luego cuatro, en distintas escalas: a un lado del garrafón, para cuando me pare a beber agua ahí, en el escritorio de mi cuarto, y hasta dos en la barra.

Me propuse, pues, solucionar eficientemente esta situación y marqué mis vasos. Puse encima de ellos una servilleta para sorprenderles en su extraña multiplicación, para identificarlos con facilidad y disminuir su cantidad, pero para mi mala fortuna en lugar de solucionarse pronto me vi cazando ahora no sólo cuatro vasos, si no cuatro servilletas encima de cada uno. Ajetreado por las tareas del final de semestre, decidí resignarme y lavarlos al final del día todos. Pero el fenómeno se extendió, y no bien pasaron un par de semanas sorprendí a mi padre sufriendo un infortunio similar: dos vasos, a veces tres, entre barra, cocina y su cuarto, sin servilletas, pero multiplicados.

Y entonces, como no podía ser de otra forma, alguien debía notar que dos de tres andábamos medio delirando. Y esa fue mamá, que ahora lidia diario mirando vasos, de modelos y especie distintas, por aquí y por allá. Ella ha tenido a bien nombrar este fenómeno como El desfile de los vasos, y aunque al principio discutíamos por esta exageración, ahora los tres, risa cómplice por medio, nos sorprendemos el uno al otro quitando vasos y servilletas por doquier para ir al fregadero y a ver quién es el último en lavar trastes hoy porque le tocan todos los vasos.

 

 VASOS: TIPOS Y FORMAS PARA CADA OCASIÓN

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